Películas como Bunraku (Bunraku, 2010) llaman a reflexionar seriamente sobre el término "cine posmoderno", su significado y su ámbito de aplicación. Desde luego no seríamos los primeros en hacerlo, existen numerosas obras de carácter ensayístico consagradas al análisis del mismo, quizá éste es el primer paso, el catalizador de giro de una rueda infinita a la que ya estamos bastante acostumbrados. Un eterno retorno en el que una idea rigurosa y medida o una simple manifestación espontánea es vapuleada hasta ser vaciada de significado. Desde la subversión contracultural es autoinoculada en el ámbito académico y tras su descuartizamiento en interpretaciones subjetivas salta al terreno de lo popular. Llegado este punto es una versión desvirtuada de si misma, la industria la retoma para explotarla en ese "teléfono escacharrado" que es la transmisión cultural en el capitalismo tardío.
Un buen ejemplo de esta práctica es el vocablo "freak", Mauro Entrialgo reflexionaba sobre su banalización en una historia corta donde se empezaba siendo un "friki" por ver cine subtitulado, se seguía por ser un "friki" por llegar tarde y el término acababa siendo una simple muletilla de enfatización de lo inhabitual, básicamente servía para distanciar de forma eficiente al que no cumplía con la norma del momento, no desde luego para el que la cuestionaba. Para este tipo de "auténticos freaks" es probable que esté diseñada Bunraku, un ejemplo de intertextualidad for dummies de una evidencia ofensiva para cualquier espectador medianamente ilustrado. Un refrito sin personalidad donde la cita consigue llegar al esperpento onomatopéyico, ya que, su intención no es la autoparodia, aunque desde luego lo parece.
Como bien indica Jordi Sánchez Navarro en su interesante "Freaks en acción" (Calamar, 2005), una de las tareas del autor en el "cine posmoderno" es servir de mediador entre las necesidades de la industria, en este caso encarnada por Boaz Davidson productor de origen israelí, creador de decenas de subproductos de baja estofa y padre de la idea que da germen a este film, y las expectativas del público sin renunciar a su visión personal. El autor, totalmente incompetente en la tarea que la posmodernidad le asigna, es en este caso Guy Moshe, un mercenario audiovisual que se estrenó en el largo con Holly (Holly, 2006) un filme de denuncia social sobre la prostitución infantil en Camboya tan plano y maniqueo como la obra que nos ocupa. Y es que todo el subtexto de esta película se encuentra en su triste realidad, ya que el único paralelismo con el teatro de títeres al que refiere su título es la relación entre productor y director. Una de las claves del cine posmoderno es, sin duda, la autoconsciencia creativa, autoconsciencia que se transforma aquí en inconsciencia creativa.
Publicado en Cinecritico
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